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La noche era espléndida; sobre, un cielo sereno se extendía, el
vapor majestuoso de la, vía láctea, semejante a una gran veta de, ópalo
sobre una bóveda de zafiro. La luna, ya en sus últimos días, atravesaba
el espacio como una galera antigua; la fresca y tibia, brisa, del mar
llevaba, en sus ráfagas unas cuantas nubes blancas. El alma del mun-
do inundaba, el espacio. Alcé los ojos al cielo, y absorto en el espectá-
culo de. la noche, me pareció ver pasar a Valentina, como una visión
por el éter, huyendo de mí como huían aquellas nubes.
¡Nunca la, había visto tan linda!
Sentía en mi mano el calor de la suya y en mi oído sonaba, toda-
vía el acento misterioso de su palabra. Vagué aquella noche por la
ciudad, y cuando el silencio invadió la, población, yo no sé cómo, me
encontraba aún delante de los tres balcones, de la casa de Valentina en
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muda, contemplación, levantando castillos de España sobre esos an-
damios gigantescos que sólo los diecisiete años tienen privilegios para
apoyar en el aire.
No dormí aquella noche, y vestido, echado sobre, el lecho, esperé
el nuevo día. A las nueve de la mañana entraba Martín en mi cuarto.
-Qué temprano te has levantado hoy -me dijo.
-En efecto, he madrugado -le repuse.
-¡Vaya un placer! ¿Vas a comer a casa?
-Sí, voy.
-¡Hola! ¿ya osabas prevenido? -me, preguntó.
-Sí, Valentina me invitó anoche.
-¡No ha podido resistir esa muchacha! ¿Sabes por qué te, ha in-
vitado?
-¿Por qué? -le preguntó sin disimular mi curiosidad.
-No, te pongas pálido... ¡No te va, a envenenar, hombre! -me dijo
Martín; -te ha invitado porque, hoy es su santo.
-¿El santo de Valentina?... Pues no te puedes figurar cómo le
agradezco que se haya acordado de mí...
-Y con razón debes agradecérselo, porque a mi padre no le gus-
tan hombres en casa; figúrate que los únicos invitados sois tú y don
Camilo como novio presunto...
-¿Qué dices? -le pregunté dominando mi turbación con un es-
fuerzo supremo.
-Si, pues; mi padre y mi madre creen que don Camilo es el mo-
delo, de los novios.
-¿Y Valentina?...
-Valentina no toma nada con seriedad; cada vez que, la embro-
ma, se ríe a carcajadas, y al pobre don Camilo le hacen tal efecto las
risas que se queda como un muerto, de triste, siempre que mi hermana
se ríe de él.
Sentí toda la rabia ponzoñosa, de los celos... ¿Valentina de
otro?... ¡Pero eso no era, no sería posible! Yo vencería, arrasaba todos
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los obstáculos, me haría amar por ella y ningún hombre me arrancarla
la soñada felicidad.
Llegó la tarde; me vestí, y con Martín, que había venido a bus-
carme, nos fuimos a su casa. Mi bolsa, era algo más que escasa y tuve
que emplearla toda en un ramo de, jazmines, blancos como el papel en
que escribo y perfumados como el naciente y casto amor que embria-
gaba mi alma.
Eran las cinco cuando entrábamos en lo de Valentina; ella nos
esperaba en la puerta de calle con un vestido de gasilla, blanco, cerra-
do por un cuellecito plegado, sobre el cual se destacaba, su cabecita
adorable y llena, de inocente coquetería. Desde lejos nos divisó, y, al
vernos, desapareció de, la puerta, apareciendo, unos segundos des-
pués, como si hubiese entrado para, dar cuenta a sus padres de nuestra
llegada. Martín y yo aceleramos el paso y llegamos a la, puerta de
calle en la que sólo ella estaba esperándonos. Martín le dio un beso en
la frente y penetró precipitadamente sin darnos tiempo para seguirlo.
Yo quise entregarle mi ramo calculando, propicia la ocasión, pero ella
no me dio tiempo.
-¡Qué olor á. jazmines! ¿usted los tiene? ¡Ah, qué lindo, qué lin-
do ramo! ¿Es para, mi? Sí, Valentina...-le contesté.
-¡Gracias, muchas gracias! ¿Sabe que no creía que usted viniese?
-me dijo.
-¿Por qué?
-Por nada, porque pensaba que no habría hecho caso a la broma,
de anoche.
-Sin embargo, usted me exigió que viniera...
-¡Ah! ¿lo tomó usted como sacrificio?
-¡Valentina!... ¡Si yo pudiera decirle todo lo feliz que usted me
ha hecho!
-Entremos, Julio -me repuso, poniéndose seria; y en ese mo-
mento la familia, salía, a recibirnos, y Valentina, abrazando a su ma-
dre, le decía:
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-Mira, qué flores, mamá, ¿no es verdad que son divinas?
Valentina se había puesto el ramo en la cintura con una coquete-
ría, innata y alborotaba toda la casa mostrando mis flore como una
maravilla.
-¿Qué te ha regalado don Camilo? le preguntó Martín.
-Un álbum con su retrato. ¡Si vieras qué cache está el pobre!
-Niña, no digas eso -lo decía la madre.
-Sí, mamá, ¿Por qué no lo he de decir? En ese de haberme dado
alguna cosa útil, me, sale ese zonzo dándome, un álbum con su retra-
to, como si fuera tan buen mozo y tan joven.
-Venga, Julio, venga a la sala -agregó, -se lo voy a mostrar; -y
llevándome casi de la mano, me condujo adentro y abriendo la prime-
ra hoja del álbum, me dijo:
-Vea, dígamelo con franqueza ¿se puede dar un hombre más ca-
che ?... -y prorrumpió en una carcajada...
En ese momento mismo Martín entraba en el salón.
-Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías; acaba de
entrar.
-¿Sí? pues lo voy a ver para, darle las gracias -y, dejándonos en
la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los pa-
dres de Martín.
En efecto, don Camilo podía ser excelente, pero no era el ideal
de los novios; tenía sus bravos cuarenta años, una figura, poco airosa y
vestía con una ropa provinciana de dudosa, elegancia, Pero, en cam-
bio, don Camilo era rico; tenía, estancias y vacas, y prometía, como
yerno bajo el punto de vista de lo positivo. En la, casa lo amaban y lo
codiciaban; el padre de Martín y la señora no sabían qué hacerse con
él.
Emparentado con familias de alta, posición política, don Camilo
era por aquellas épocas un programa luminoso para una muchacha de
dieciséis años como Valentina, y el buen señor, persuadido de su va-
limiento, no se daba mucha, pena en ofrecerse, porque sabía, que la,
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ley de la demanda regía, en su favor y que él podía, elegir como en
peras entre las más lindas muchachas de, la época.
Pasemos por alto la, comida; don Camilo se sentó al lado de la
señora, y Valentina me dio la silla inmediata, a la suya.
Yo estuve, hecho un necio durante toda la, mesa; la alegría bulli-
ciosa de Valentina me llenaba, de tristeza; aun me parecía, que se
burlaba de mi cuando su boca, pero llena de gracia, dibujaba en su la
sonrisa que le era tan peculiar. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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La noche era espléndida; sobre, un cielo sereno se extendía, el
vapor majestuoso de la, vía láctea, semejante a una gran veta de, ópalo
sobre una bóveda de zafiro. La luna, ya en sus últimos días, atravesaba
el espacio como una galera antigua; la fresca y tibia, brisa, del mar
llevaba, en sus ráfagas unas cuantas nubes blancas. El alma del mun-
do inundaba, el espacio. Alcé los ojos al cielo, y absorto en el espectá-
culo de. la noche, me pareció ver pasar a Valentina, como una visión
por el éter, huyendo de mí como huían aquellas nubes.
¡Nunca la, había visto tan linda!
Sentía en mi mano el calor de la suya y en mi oído sonaba, toda-
vía el acento misterioso de su palabra. Vagué aquella noche por la
ciudad, y cuando el silencio invadió la, población, yo no sé cómo, me
encontraba aún delante de los tres balcones, de la casa de Valentina en
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muda, contemplación, levantando castillos de España sobre esos an-
damios gigantescos que sólo los diecisiete años tienen privilegios para
apoyar en el aire.
No dormí aquella noche, y vestido, echado sobre, el lecho, esperé
el nuevo día. A las nueve de la mañana entraba Martín en mi cuarto.
-Qué temprano te has levantado hoy -me dijo.
-En efecto, he madrugado -le repuse.
-¡Vaya un placer! ¿Vas a comer a casa?
-Sí, voy.
-¡Hola! ¿ya osabas prevenido? -me, preguntó.
-Sí, Valentina me invitó anoche.
-¡No ha podido resistir esa muchacha! ¿Sabes por qué te, ha in-
vitado?
-¿Por qué? -le preguntó sin disimular mi curiosidad.
-No, te pongas pálido... ¡No te va, a envenenar, hombre! -me dijo
Martín; -te ha invitado porque, hoy es su santo.
-¿El santo de Valentina?... Pues no te puedes figurar cómo le
agradezco que se haya acordado de mí...
-Y con razón debes agradecérselo, porque a mi padre no le gus-
tan hombres en casa; figúrate que los únicos invitados sois tú y don
Camilo como novio presunto...
-¿Qué dices? -le pregunté dominando mi turbación con un es-
fuerzo supremo.
-Si, pues; mi padre y mi madre creen que don Camilo es el mo-
delo, de los novios.
-¿Y Valentina?...
-Valentina no toma nada con seriedad; cada vez que, la embro-
ma, se ríe a carcajadas, y al pobre don Camilo le hacen tal efecto las
risas que se queda como un muerto, de triste, siempre que mi hermana
se ríe de él.
Sentí toda la rabia ponzoñosa, de los celos... ¿Valentina de
otro?... ¡Pero eso no era, no sería posible! Yo vencería, arrasaba todos
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los obstáculos, me haría amar por ella y ningún hombre me arrancarla
la soñada felicidad.
Llegó la tarde; me vestí, y con Martín, que había venido a bus-
carme, nos fuimos a su casa. Mi bolsa, era algo más que escasa y tuve
que emplearla toda en un ramo de, jazmines, blancos como el papel en
que escribo y perfumados como el naciente y casto amor que embria-
gaba mi alma.
Eran las cinco cuando entrábamos en lo de Valentina; ella nos
esperaba en la puerta de calle con un vestido de gasilla, blanco, cerra-
do por un cuellecito plegado, sobre el cual se destacaba, su cabecita
adorable y llena, de inocente coquetería. Desde lejos nos divisó, y, al
vernos, desapareció de, la puerta, apareciendo, unos segundos des-
pués, como si hubiese entrado para, dar cuenta a sus padres de nuestra
llegada. Martín y yo aceleramos el paso y llegamos a la, puerta de
calle en la que sólo ella estaba esperándonos. Martín le dio un beso en
la frente y penetró precipitadamente sin darnos tiempo para seguirlo.
Yo quise entregarle mi ramo calculando, propicia la ocasión, pero ella
no me dio tiempo.
-¡Qué olor á. jazmines! ¿usted los tiene? ¡Ah, qué lindo, qué lin-
do ramo! ¿Es para, mi? Sí, Valentina...-le contesté.
-¡Gracias, muchas gracias! ¿Sabe que no creía que usted viniese?
-me dijo.
-¿Por qué?
-Por nada, porque pensaba que no habría hecho caso a la broma,
de anoche.
-Sin embargo, usted me exigió que viniera...
-¡Ah! ¿lo tomó usted como sacrificio?
-¡Valentina!... ¡Si yo pudiera decirle todo lo feliz que usted me
ha hecho!
-Entremos, Julio -me repuso, poniéndose seria; y en ese mo-
mento la familia, salía, a recibirnos, y Valentina, abrazando a su ma-
dre, le decía:
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-Mira, qué flores, mamá, ¿no es verdad que son divinas?
Valentina se había puesto el ramo en la cintura con una coquete-
ría, innata y alborotaba toda la casa mostrando mis flore como una
maravilla.
-¿Qué te ha regalado don Camilo? le preguntó Martín.
-Un álbum con su retrato. ¡Si vieras qué cache está el pobre!
-Niña, no digas eso -lo decía la madre.
-Sí, mamá, ¿Por qué no lo he de decir? En ese de haberme dado
alguna cosa útil, me, sale ese zonzo dándome, un álbum con su retra-
to, como si fuera tan buen mozo y tan joven.
-Venga, Julio, venga a la sala -agregó, -se lo voy a mostrar; -y
llevándome casi de la mano, me condujo adentro y abriendo la prime-
ra hoja del álbum, me dijo:
-Vea, dígamelo con franqueza ¿se puede dar un hombre más ca-
che ?... -y prorrumpió en una carcajada...
En ese momento mismo Martín entraba en el salón.
-Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías; acaba de
entrar.
-¿Sí? pues lo voy a ver para, darle las gracias -y, dejándonos en
la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los pa-
dres de Martín.
En efecto, don Camilo podía ser excelente, pero no era el ideal
de los novios; tenía sus bravos cuarenta años, una figura, poco airosa y
vestía con una ropa provinciana de dudosa, elegancia, Pero, en cam-
bio, don Camilo era rico; tenía, estancias y vacas, y prometía, como
yerno bajo el punto de vista de lo positivo. En la, casa lo amaban y lo
codiciaban; el padre de Martín y la señora no sabían qué hacerse con
él.
Emparentado con familias de alta, posición política, don Camilo
era por aquellas épocas un programa luminoso para una muchacha de
dieciséis años como Valentina, y el buen señor, persuadido de su va-
limiento, no se daba mucha, pena en ofrecerse, porque sabía, que la,
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Lucio V. Lopéz donde los libros son gratis
ley de la demanda regía, en su favor y que él podía, elegir como en
peras entre las más lindas muchachas de, la época.
Pasemos por alto la, comida; don Camilo se sentó al lado de la
señora, y Valentina me dio la silla inmediata, a la suya.
Yo estuve, hecho un necio durante toda la, mesa; la alegría bulli-
ciosa de Valentina me llenaba, de tristeza; aun me parecía, que se
burlaba de mi cuando su boca, pero llena de gracia, dibujaba en su la
sonrisa que le era tan peculiar. [ Pobierz całość w formacie PDF ]