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los humores dormidos por la noche. Todo eso de pie. ¡Ah, si la Borgoña produjera solamente vino y
no también duques! «Comer por la mañana da mucha salud», decía Roberto, quien aún seguía
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masticando mientras iba en busca del caballo. El cuchillo a un lado, el cuerno en bandolera, y el
gorro de piel de lobo metido hasta las orejas, Roberto ya estaba sobre la silla de montar.
La jauría de perros corredores, inquieta, mantenida bajo látigo, ladraba a más y mejor; los
caballos piafaban al sentir en la grupa el frío de la mañana. El pendón flotaba en la torre del
homenaje, ya que el señor estaba en el castillo. Bajado el puente levadizo, perros, caballos, criados
y monteros se lanzaban con gran alboroto hacia la charca, situada en el centro del burgo, y llegaban
a la campíña a la zaga del gigantesco barón.
En los prados de la región de Conches se arrastra, las mañanas de invierno, una leve bruma
blanquecina con olor a corteza y a humo. ¡Verdaderamente a Roberto de Artois le gustaba
Conches! No era más que un pequeño castillo, pero muy agradable, rodeado de exuberantes
bosques.
Un sol pálido disipaba la bruma en el momento en que Roberto llegaba al lugar de cita
donde los criados que llevaban perros rastreadores darían su informe; habían recorrido el bosque a
hora temprana y habían señalado con ramas los sitios donde estaba la caza. Atacaron cara al viento.
En los bosques de Conches pululaban los ciervos y jabalíes. Los perros estaban bien
amaestrados. Si se impide al jabalí detenerse para orinar, no se tarda mucho más de una hora en
cazarlo. Los grandes y majestuosos ciervos requerían más tiempo; en largas desemboscadas en que
la tierra saltaba a terrones bajo los cascos de los caballos, corrían, con la lengua fuera, jadeantes
bajo la pesada cornamenta hacia un estanque o pantano perseguidos por los ladridos de los perros.
El conde Roberto salía de caza al menos cuatro veces por semana. Sus cacerías en nada se
asemejaban a las cabalgadas reales, en las que doscientos señores se apretujaban, en las que no se
veía nada y donde, por temor a perder la compañía, se cazaba al rey más bien que a los venados.
Roberto, en cambio, se divertía entre sus piqueros, algunos vasallos de la vecindad muy orgullosos
de haber sído invitados, y sus dos hijos, que comenzaban a formarse en el arte de la montería, que
todo buen caballero debe conocer. Estaba satisfecho de sus hijos, uno de diez años y otro de nueve,
cuyo vigor se iba desarrollando, y vigilaba su progreso en las armas y en el estafermo. ¡Tenían
suerte esos chicos! Roberto, en cambio, se había quedado demasiado pronto sin padre.
Él mismo remataba el animal acosado, al ciervo con su cuchilla, y al jabalí con un venablo.
Tenía gran destreza y le agradaba sentir el hierro, apoyarlo en el lugar justo, y hundirlo de golpe en
la carne tierna. Venado y montero estaban igualmente cubiertos de sudor; pero el animal se
desplomaba fulminado, y el hombre permanecía erguido.
En el camino de regreso, mientras se comentaban los incidentes de la cacería, los villanos de
sus chozas, en harapos y con las piernas cubiertas de andrajos, le salían al paso para besar, con
impulso a la vez extasiado y temeroso, la espuela de su señor; buena costumbre que se iba
perdiendo en la ciudad.
En el castillo, en cuanto aparecía el amo, se tocaba el cuerno anunciando el lavado de manos
de antes de la comida. En la gran sala cubierta de tapices con las armas de Francia, de Artois, de
Valois y de Constantinopla, ya que la señora Beaumont era Courtenay por parte de madre, Roberto
se sentaba a la mesa con apetito feroz y devoraba durante tres horas, mientras embromaba a los que
se hallaban en su alrededor: hacía comparecer a su maestro cocinero con la cuchara de madera
colgada a la cintura, para felicitarlo, si la pierna de jabalina estaba en su punto, o amenazarlo con la
horca si la salsa de pimienta caliente, con la que se rociaba el ciervo entero asado al espetón, no
estaba bien hecha.
Dormía una breve siesta y volvía a la gran sala para escuchar a sus prebostes y
recaudadores, pasar cuentas, arreglar los asuntos de su feudo y administrar justicia. Le gustaba
mucho esto último, es decir, ver el deseo y el temor en los ojos de los pleiteantes; la bribonería,
astucia, mentira y malicia; en suma, verse a sí mismo en la pequeña escala de las gentes humildes.
Se regocijaba sobre todo con las historias de mujeres bellacas y maridos engañados.
-¡Haced entrar al cornudo! -ordenaba, arrellanándose en su sillón de encina.
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Formulaba las preguntas más desvergonzadas que hacían desternillar de risa a oficiales y
escribanos, y enrojecer a los querellantes.
Roberto tenía una fastidiosa propensión, que sus prebostes le reprochaban, a castigar con [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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